Un desheredado en la ciudad (CRÓNICA Y FOTOS)

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I

“No tengas miedo. Acompáñame, para que conozcas a mis compas”, me dice Miguel Ángel mientras caminamos por un callejón desconocido.

Quiero conocer el lugar donde compra su activo, pero en el camino ya no me parece tan buena idea. Está oscureciendo y tardaría varios minutos en llegar a una avenida principal.

“Ándale, son buenos tipos; hay como veinte ahorita”, insiste sin detener sus pasos frágiles, titubeantes. En las últimas horas se ha devorado tres monas bien servidas que escurrían “como chocolatito”, como dice él.

“No, mejor aquí te espero… ve y yo aquí me estoy”, le digo finalmente, mientras él se pierde algunos metros más adelante, luego de doblar en una esquina. Lo espero durante más de media hora, pero no vuelve a aparecer. Es la última vez que veo a Miguel Ángel.

II

Miguel Ángel es indigente. Duerme donde puede y sólo posee la ropa que trae puesta. Tiene 67 años, es drogadicto y alcohólico, y desde hace mucho piensa sólo en tiempo presente; erradicó cualquier reflexión sobre su futuro. Cada día vive en dos mundos: entre los desplantes y agresiones de la realidad, y la euforia desmedida que le ofrece el chemo.

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Antes, reconoce, fue soberbio y ambicioso. Miguel Ángel, dice, fue padrote, vendedor de marihuana y pollero. También fue un conquistador que tuvo mujeres por montones. “Fui un verdadero cabrón, la verdad, muy ojete con todas ellas. Era tan hijo de la chingada que todos me conocían como ‘El Chacal’. Pero ya no, eso fue antes”.

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Foto: Juan Carlos Aguilar

Chacal. Mamífero carnívoro, a medio camino entre el zorro y el lobo, que es carroñero y de costumbres gregarias. 

El activo ha mermado su persona: su mente divaga y difícilmente puede sostener una conversación. Además de que tiene toda la sintomatología de un adicto: inflamación y manchas alrededor de la boca, dificultad para expresarse y una apariencia general de tener gripa.

Por fortuna conmigo es amable y hasta muestra momentos de energía. Responde a cuanta pregunta le hago y ni siquiera se inhibe con mi cámara. Le pregunto si puedo tomarle algunas fotografías y me dice que todas las que yo quiera. Ese fue el inicio de una larga charla que se prolongaría durante las próximas cinco horas.

Me encontré con él un sábado de septiembre afuera de la iglesia San Juan de Dios, en la plaza que lleva el mismo nombre, donde también se encuentra el museo Franz Mayer, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

En un pequeño rincón que no rebasa los dos metros cuadrados, tiene todo lo que posee en esta vida: una colchoneta, un par de cobijas, algo de comida, un sombrero y una figura de San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas. “Nada me falta, tengo todo lo que necesito. Antes tenía mi casa aquí a la vuelta, pero por vender droga estuve en la cárcel y perdí todo. Pero, ¿te digo algo?, soy feliz”.

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Foto: Juan Carlos Aguilar

–“¿Y su familia?” -le pregunto.

–“Mi madre murió cuando era niño y mi padre pocos años después. Quedé huérfano muy chico. Después conocí a unos polleros y comencé a trabajar con ellos. Tampoco tengo esposa ni hijos, pero sí a una viejita linda. Soy feliz, la verdad”.  

–“¿Tienes hambre? Te invito unos tacos” -le propongo.

–“Ya vas, Barrabás”.

III

Miguel Ángel es originario de Veracruz, pero muy pronto se fue a la frontera norte del país para dedicarse a cruzar indocumentados. Años después llegó a la Ciudad de México y nunca más cambió de residencia: aquí halló todo lo que deseaba.

En sus buenos tiempos visitó cuanto burdel se cruzaba en su camino; en estos lugares convivió con asaltantes, golpeadores, violadores y drogadictos. Fue padrote y abusador. Para entonces ya vendía marihuana. Ganó buen dinero, pero, así como llegó, se fue.

Mientras come sus diez tacos de suadero, me cuenta que siempre ha sido muy bueno para los madrazos. “Pum, pum, pum y ¡zas!, en dos patadas me los despachaba”, relata mientras lanza algunos golpes al aire. “Todavía me descuento a uno que otro, no te creas”.

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Foto: Juan Carlos Aguilar

Después de los tacos, lo invito a la “Lonchería México”, un lugarcito cercano donde nos tomamos unas cervezas. Dejo que hable todo lo que quiera y que se sienta en confianza. Entre muchas cosas, me dice que un día deberíamos de dar la vuelta por Garibaldi, que ahí todo el mundo lo conoce. “Tú nomás di que eres mi sobrino y no tendrás ninguna bronca”.

Bebemos dos, tres, cuatro cervezas. Por primera vez guarda silencio. No le pregunto nada, no quiero molestarlo. Pero sí sigo tomando algunas fotografías. Ve la televisión que hay donde estamos. Luego se levanta y sale a la calle. Después de unos minutos regresa y sigue bebiendo.

Ahora Miguel Ángel está relajado. No mareado, pero sí con la ligereza suficiente para confesarme al oído: “¡No y qué te cuento! Hace un mes asesiné a una señora. Le di varios rocazos en la cabeza ¡y que se empieza a convulsionar! Me pelé como pude, de pendejo me quedo ahí, ¿no crees?”.

IV

Después de beber y comer, Miguel Ángel me lleva de regreso al lugar donde lo encontré. Se recuesta y comienza a inhalar. Yo aprovecho para tomar más fotografías. Clic, clic.

Ahí tirado, con la mirada extraviada y el cuerpo fragilísimo, pienso que “El Chacal” es víctima de él mismo: de sus acciones perversas, de su orfandad prematura, de su pobreza y de sus adicciones.

Un hombre que teniendo todo en contra deseó dar un giro a su vida, hacerla en grande -tejuroporestaqueahorasísalimosdepobres- y cuál, no pasó ni madres, la miseria lo siguió hasta el final de sus días.

Es víctima de sí mismo, pero también de la sociedad egoísta que discrimina a personas como él. Un desarraigado en su propia tierra; un lumpen, dirían los estudiosos. Víctima de un sistema económico que los anula sin más. Para ellos no hay nada, ni un chance. Jodido naciste, jodido te quedas. “Inténtalo si quieres, pero de ahí no pasas, cabrón”.

¿Cuándo fue que la vida de Miguel Ángel se rompió? ¿Nació rota?

V

–“¿Y dónde compras tu activo?”.

–“Aquí atrás, en una vecindad. Vamos, acompáñame”.

Pienso que es una buena oportunidad para tomar más fotografías, unas que nadie tendría. Y entonces nos dirigimos a donde dice Miguel Ángel. No lo conozco bien e incluso me acaba de contar con detalles cómo asesinó a una mujer y cómo la abandonó en un terreno baldío, pero extrañamente confío en él.

–“¿Cuántos rocazos le diste a la mujer? ¿Alguien te vio?”

–“Como seis o siete, en la mera cabezota. Un compa que me vio me dijo que no corriera, que caminara como si nada, pero de pendejo le hago caso”. 

Caminamos en silencio por varias calles solitarias: mi acompañante ya va muy drogado. De algún modo voy solo a no sé dónde diablos. Al final, considero que no es buena idea acompañarlo. Prefiero esperarlo, pero ya no vuelve. Tras media hora de espera guardo mi cámara y regreso por donde habíamos venido. Comienza a anochecer.

Después de unos minutos me encuentro, de nuevo, frente a la apatía de miles de hombres y mujeres que diariamente deambulan por la urbe. Miles de autos, miles de personas dirigiéndose presurosas a no sé dónde. Dudo un poco antes de dejarme tragar por el bullicio citadino, pero al final no tengo opción. Solo en medio del caos.

De algún modo, cada día, todos somos Miguel Ángel; todos somos “El Chacal”. Unos desheredados en nuestra propia tierra.