La Ciudad de México, dice el periodista y escritor Ignacio Trejo Fuentes, es una de las ocho maravillas del mundo. Y dice bien. Nadie, ni propios ni extraños, pueden escapar a los embrujos (fascinantes o terriblemente crueles) que irradian sus calles. “Quien la ve por primera vez no puede dejar de sentir pasmo, asombro, intranquilidad y hasta miedo. Cualquier sensación, menos indiferencia”, advierte.
Trejo Fuentes sabe de lo que habla. No obstante que es originario de Pachuca, es un chilango hecho y derecho. Él mismo se jacta de conocer la ciudad como nadie, incluyendo los oscuros laberintos que corren debajo de las calles: el sistema de alcantarillado, del que muchos niños harapientos y atarantados por el chemo se han apropiado para soportar ahí el frío de la noche.
Otro texto de Juan Carlos Aguilar: Un desheredado en la ciudad (CRÓNICA Y FOTOS)
Son muchos los lugares –y las anécdotas, por supuesto– que conoce Trejo Fuentes, quien se dio a la tarea de hacer una especie de sórdida Guía Roji que lleva por título La fiesta y la muerte enmascarada. El Distrito Federal de noche (Colibrí, 1999), en la que hace un recuento de los lugares más estrambóticos y placenteros a los que uno puede acudir.
Ahí están reunidos algunos de los centros de divertimiento que el autor ha conocido a lo largo de sus muchos años como “pata de perro”. Desde los hoteles más pomposos y los clubes más elegantes, reconocidos por su fastuosidad y prestigio, hasta los lugares a donde va el populacho. De esta última clase, hay de todo y para todos los gustos de la fauna: cantinas, salones de baile, cabarets, table dance, hoteles sin estrella y, rascándole un poquito, hasta burlesques, que muchos creían extintos.
CDMX, Ciudad infinita
Como se ve, un puñado de múltiples posibilidades en una ciudad que se multiplica a cada paso, que se desdobla sólo para ofrecer una diversión infinita -llena de alcohol y sexo- o una experiencia desagradable que incluye desde el robo del bolso, el agasajo de un pervertido, la violación y hasta el asesinato.
Una ciudad que es muchas al mismo tiempo. Entre lo prehispánico (que aún no termina por irse) y lo contemporáneo (que ha llegado a medias y siempre a destiempo) se nos presentan inconmensurables las construcciones coloniales, que conviven con modernos edificios con aspiraciones cosmopolitas. Al respecto, dice el también autor de Besos del Diablo:
“La ex Muy Noble y Leal Ciudad de los Palacios, la ex región más transparente del aire es ya un conglomerado de ciudades, un extraño amasijo de cosas y de gente donde todo es posible, donde el asombro y la perplejidad son el pan de cada día y cada noche: ¿quién podría suponer que la colonia Bondojito es igual a San Jerónimo?, ¿qué la Guerrero se parece a Coyoacán?, ¿la Narvarte a Polanco?, ¿Tepito a la Roma?, ¿el Centro a Villa Coapa?
“Los habitantes de cada rumbo tienen su propia idiosincrasia, su personal visión del mundo, sus costumbres distintas: no hablan igual unos que otros, ni trabajan, ni bailan, ni aman de la misma manera. Si uno va de un rumbo a otro intempestivamente, de un sector de la urbe a uno más lejano, cambia de piel sin remedio, se siente como en un país extraño”.
El peladaje baila
Y en esa diferencia radica precisamente el encanto. Hay de todo y para todos. Desde el siempre infaltable Garibaldi, donde el chupe y la cantadera no paran, hasta los siempre agradables lugares donde se va a bailar “como Dios manda” y, si se puede, hasta algo más.
Trejo Fuentes se refiere a lugares como el California Dancing Club (conocido popularmente como el Califas), que es “uno de los burdeles disfrazados más grandes y baratos del mundo”, el Balalaika, la Maraka, el Caballo Loco, el Molino Rojo o el Barba Azul.
A estos lugares se va a tomar, a bailar y, si hay oportunidad (y dinero suficiente), continúa el agasajo en un nidito de amor de 120 pesos el rato.
Ahora que si lo que se quiere es tomar un trago, sin prisas y sin el ajetreo que supone el baile, ahí están las muchas cantinas que pueblan la urbe. Desde la suntuosa La Ópera, hasta otras que sin tantos lujos dan un servicio completo: La Única de Guerrero, El puerto de Gijón, La Guadalupana, el Bar Splendid, el Salón Niza, la Traviata o La Castellana, por mencionar sólo algunas.
Muchas otras, dice Trejo Fuentes, “apenas escapan de su condición miserable de pulquería o lonchería barata con pretensiones de fulgor”.
Y en todo este conglomerado de lugares, un número similar de emociones, de alegría y tristeza y regocijo y frustración, porque mientras uno se embriaga y baila de contento, otros están declarando en el Ministerio Público, recostados en una camilla con un cuchillo enterrado en el ombligo o, peor aún, llorando la muerte intempestiva de un familiar, tras un asalto. Eso también es la ciudad.
Son muchos los riesgos de caminar en la noche por sus calles. Es cierto. Pero también es verdad que los “noctívagos”, como llama Trejo Fuentes a esa fauna nocturna, han aprendido ciertos códigos que los mantienen a salvo. Porque también ellos, los dueños de la fiesta, tienen sensaciones de asombro y miedo ante la ciudad, menos indiferencia…