Si las informaciones son correctas, la Guelaguetza tiene su origen más primigenio en un sacrificio humano en honor de la diosa del maíz, Centéotl. Y al final es la gastronomía mexicana la que sigue estando en el centro del 90 aniversario del festival cultural más importante de Latinoamérica, que se llevará a cabo del 25 de julio al 1 de agosto de este año. Llegas por la danza, te quedas por la exquisita comida.
El maíz es la espina dorsal de nuestros pueblos y parte fundamental de la gastronomía oaxaqueña. Una música tradicional inunda el ambiente. A un costado de la iglesia, una hilera de puestos se alza como un retén. Los inmensos panes de yema salen al paso, el murmullo de las transacciones, decenas de puestos que invitan a pasar, por un pozole mixteco, con totopos para sopear. A un lado, la garnacha de amarillo, las empanadas de Ocotlán. Y mezcal, de todos los tamaños, téjate o pozontle, la bebida ritual de los pueblos de Sierra Norte.
Nicuatole de maíz, ese extraordinario postre originario de San Agustín Yatereni, cortado en cuadros y luciendo sobre hojas de plátano, fritangas y platos para todos los gustos. Las filas de comensales muchas veces indican lo bueno de la comida. Las mujeres de los pueblos de los Valles, afanosas y llenas de entrega, hacen tortillas: una comida que jamás será mezquina, muy por el contrario, lo gourmet no le quita la generosidad de las porciones.
“Dame una horchata, María, con huacamote picado”, canta el poeta Jacobo Dalevuelta en su Corrido de Circunvalación. Estás en Oaxaca durante la Guelaguetza, es imposible no sonreír ante lo que se presenta a tus sentidos. Porque es su música, su cultura, su colorido, su estilo, su humildad, su forma de respirar, su entrega, su alegría. En una mesa, los recortes de papel invitan a deleitarse, es como si no quisieran que disfrutaras de tus alimentos, si no es en compañía de algo hermoso, de algo tradicional.
Y estás caminando por lugares que llevan siglos, sus aceras a veces agrietadas, el mismo patio amplio que quizá recorrió un hacendado español rumbo a la iglesia en el siglo XVII. Es la Oaxaca de los mil amores y sabores. Estás en el seno de pueblos que te aman y te darán la bienvenida, sólo porque existes. Sólo porque tienes hambre. Sé anécdotas de viajeros sin un quinto en los bolsillos, que no han quedado hambrientos, porque en Oaxaca hay gente hermosa que no te dejará con el estómago vacío.
Caminas y encuentras un lugar en donde las personas se hallan en una extraña armonía que es difícil de describir, sentados frente a los platos con moles negro, rojo, coloradito. ¿Sabes que la honestidad de muchos cocineros les hará ir al molino para elaborar el chocolate y que tu plato sea auténtico y lo más fresco posible? Creo que exageran, pero para ellos no lo es, es parte de lo auténticos que son. Nada de rutas fáciles.
“Membrillos del Marquesado, rosas de la Trinidad; téjate en Santa Lucía y caña de Zimatlán”, siguen sonando los versos de Fernando Ramírez de Aguilar y se comprende que lo que describió con tanto arte, es atemporal.
La Guelaguetza es el momento para entender las 8 regiones de Oaxaca, para experimentar su devenir, las fuertes pruebas que afrontan día a día tan sólo por subsistir, el cómo muchos pueblos se hubieran extinguido si hubieran tenido que soportar lo que esta estupenda diversidad de seres humanos ha soportado a lo largo de los siglos.
Pero no hay quejas ni resignaciones, hay apuro por trabajar y mostrarte la mejor cara, el mejor plato posible. Ellos no son seres de una raza vencida: con su comida muestran que son conquistadores de cada célula de tu cuerpo.
Sigue de largo y experimenta las nieves, que son tan distintas como la excepcionalidad de cada región, de cada distrito, de cada municipio, de cada poblado. En serio, en unos, la cocinera tradicional de Zaachila siente que le hace falta algo a ese mole y sube al cerro, encuentra esa hierba que distinguirá su plato y pacientemente lo añade. En otros, ese ingrediente sólo se da allí y le otorga el sabor de esa tierra, algo inigualable e intransferible. Es una experiencia distinta y decir los ingredientes, es sólo una hoja de ruta para no perderse, no un dogma que debe seguirse a pie juntillas.
Moles hechos con chile pasilla mixe; mole negro, que lleva cuatro tipos de chiles, el chilhuacle, negro, mulato y pasilla y chipotle meco. El mole rojo, chile chilhuacle rojo, guajillo y chile rojo. Chile de Tlacochahuaya, para hacer chiles rellenos, con distintos quesos o para acompañar carnes asadas. Los chapulines, gusanitos de maguey, sal de chile seco, con gusanos, hormigas chicatanas y las salsas.
Es donde la gastronomía oaxaqueña no encuentra rival, porque las miles de identidades confluyen para dar origen a algo distinto, algo que no será lo mismo aún si se repite varias veces. Siempre una pequeña experiencia distinta. Y no me hagan hablar de los dulces, de las aguas, de ese pellizco de “para llevar comiendo”.
Es seducción a cada paso, es una experiencia viva, en que el comensal termina teniendo una experiencia que atesorará, no sólo llenándose la barriga insensiblemente.
Un marco espléndido para disfrutar los dos lunes del cerro, desde las mañanitas, la leyenda de Donají, hasta el desfile. De experimentar el vínculo con la tierra, porque miembros de los 16 grupos étnicos del estado de Oaxaca, provenientes de pueblos remotos, se hacen presentes, trayendo consigo los más puros ingredientes, con los que se elabora una gastronomía que tiene reconocimiento mundial.
Tasajo, tlayudas, moles, tamales, tejate, chocolate, mezcal, es un placer para los ojos, con los coloridos, empanadas de amarillo y verde, memelitas, carnes asadas, cecina enchilada y blanca, chorizo. Dulces: buñuelos y nicuatole. Barbacoa de Tlacolula, nieves de Zaachila, mangos en vinagre y “piedrazos” (pan remojado en vinagre con quesillo y sal de chile).
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Aguas de horchata con tuna –con trozos de melón y nuez, limón con chía, guanábana; nieves de leche quemada con tuna. Tepache de piña criolla de Villa Sola de Vega. Incontables muestras de sabor y tezón de una nación épica.
Una fiesta de sabor
Y esa idea de que se hace una simbiosis entre la comida, la danza, la tradición, la historia. Sino algunos de los bailables tradicionales más emblemáticos del “festejo racial”, no se llamarían jarabes. Es donde la Guelaguetza tiene muchos lenguajes para decir: buena comida, mientras en el aire suena el Jarabe de la Rosa, que es a su vez melodía típica de las bodas, donde por supuesto se come y se come muy bien.
La Guelaguetza, así, es la oportunidad para el turista de participar en lo que es un auténtico sacramento, no sólo para los 16 pueblos autóctonos del estado, sino para cualquier oaxaqueño: el festejo de vivir, el cómo todas las manifestaciones están conectadas. Cómo al comer, también se participa de un rito, que no está lejano al sentido de todo lo que se festeja en los dos lunes del cerro.
Por ejemplo, en Villa Sola de Vega, hay una tradición hermosa, pues mientras los comensales bailan las tradicionales chilenas, se les regalan rosas de borracho, que son coronas y ramos hechos por la hierba del mismo nombre, que se recolecta en el cerro. Y hay un momento en que los caballeros sacan a bailar a las cocineras: un momento en que se reconoce a quien crea las delicias culinarias que son el centro de todo, todo el año, pero en especial en la Guelaguetza.