Como toda historia fundacional, todo comenzó con un sacrificio. En el marco de las festividades de la Guelaguetza, siempre hay una historia de amor, pero a lo largo del tiempo, como toda leyenda, la historia de la princesa Donají adquiere el cariz de los tiempos. A veces es un romance a la antigua que legitima y mezcla el mito con la versión del conquistador sobre sus vencidos.
En otros momentos, Donají murió por amor, pero el amor a su pueblo, porque encuentra que lo más importante es su propia raza, aun cuando su corazón ame al captor. Una historia que se ha recitado decenas de veces y que será recitada una vez más en la Guelaguetza 2022, que se celebrará del 25 de julio al 1 de agosto en la ciudad de Oaxaca de Juárez, por primera vez en dos años en forma presencial por la pandemia de covid-19.
Según los relatos, es en las ruinas del convento de Santiago Apóstol en donde yace la tumba de la princesa Donají. Una historia que, como toda leyenda, es difícil rastrear. Una vida trágica que da forma y antecede al festejo de la Guelaguetza, con nada menos que un idilio imposible, aunque depende de quién cuente la historia, como en todo gran relato.
Cuenta la leyenda que durante la época prehispánica los zapotecas de Zaachila y los mixtecas de Monte Albán se encontraban en constantes pugnas militares. Cuando los mixtecas al fin se impusieron, forzaron al emperador zapoteca a entregar a su hija como tributo. Ella era la princesa Donají. Los zapotecas trataron de rescatarla, pero antes de lograrlo, los mixtecas la decapitaron y escondieron su cuerpo.
Pero es mejor no resumir demasiado la que en el papel parece sólo una brutal y común disputa entre miembros de las clases altas.
Una historia trágica
Cuentan los narradores, que el emperador zapoteco Cosijoeza y su reina, Coloyocaltzin dio a luz a una hija, a la que nombraron Donají, que quiere decir, alma grande. Desde el nacimiento, el sacerdote le vaticinó un atroz destino. La observación de los astros le hizo augurar que la princesa tendría un trágico devenir. Los reyes, angustiados de pena, decidieron ignorarlo, pues ya amaban a su hija.
Era una época de tensión territorial entre zapotecas y mixtecas y de pronto el conflicto armado estalló. En medio de las rencillas, los hombres de Cosijoeza capturaron a un noble; se notaba con sólo mirar su porte y sus emblemas. Era el príncipe Nucano, que significa fuego grande. Y nombre es destino: un fuego que arrasaría a la hermosa Donají.
Al verlo, la princesa quedó enamorada. Lo cuidó hasta que sus heridas sanaron y ella se mantuvo a la espera, presa de un extraño idilio por el enemigo de su raza. Musitando su nombre en sueños, Donají quería que esa situación se perpetuara por toda la eternidad.
Pero Nucano sólo hablaba de guerra y cuando ya sus heridas y vigor se lo permitieron, convenció a la enamorada Donají de dejarlo en libertad. Ella no parecía tener voluntad ante él y así fue: se las arregló para liberarlo. Tal hecho fue catastrófico para su estirpe, pues el príncipe volvió a dirigir a su gente, un pueblo mixteco, que tuvo nuevos bríos al saberle libre.
Fue decisivo para que Cosijoeza perdiera el pulso del combate; las fuerzas de Nucano lo empujaron fuera de su capital Zaachila. Ah, el amor y sus estragos… Y en las intrigas de la corte, con el estandarte de vencedor, el antiguo prisionero recordó su idilio en el cautiverio. ¿Por qué el conquistador que es él, no ha de poseerlo todo? Y decidido a recuperar lo perdido, y quizá saldar las diferencias, pidió un enlace real con su amada Donají, uno que quizá augurara una paz duradera.
Para entonces, Donají ya sufría los cargos de conciencia de renunciar a los suyos, sólo por la debilidad de verlo, apuesto, con las insignias militares. Sueños que tendrían que esperar o no fructificar nunca. Había cedido por amor ante aquel traidor. Así que se decidió a cambiar el panorama de aquel que la veía como a una paloma en su jaula, sólo para ser admirada.
Ella era el ave que sólo quería volar hacia su gente. Decidió escapar y ordenó a una criada que llevara un mensaje para los soldados de su padre: “Estos mixtecas me tienen cautiva, al anochecer ustedes deberán liberarme”. La noche cayó entonces y las fuerzas de Cosijoeza subieron la montaña cargando obsidiana y cayeron sobre la guarnición. La encontraron esperando en sus habitaciones e iniciaron una desesperada huida.
Los guardias que la custodiaban la descubrieron en plena evasión y redujeron a nada al grupo que la conducía a la libertad. Sin más, la llevaron a las afueras de Monte Albán. “En esta vida no será…”, pensó, recordando a su familia. Entonces cerró los ojos y esperó lo inevitable. A las orillas del río enrojecido por la sangre de los hombres de su padre, un Atoyac embravecido recibió el fin, mientras le venían a la mente los presagios funestos que le habían dicho acompañarían su vida.
La decapitaron. Y enterraron el cadáver en algún lugar en donde nadie la podría encontrar nunca. El tiempo pasó sin remedio. Murió hasta el último que podría recordar algo sobre ella.
Un día, un pastor pasaba por las márgenes del Atoyac y un reflejo del sol le permitió ver un precioso lirio del valle. Quizá si se lo llevaba a su amada, esta le tendría en mejor estima. Pero al jalarlo, trajo de vuelta la cabeza de Donají. Su hermosura le impresionó. Era tan lozana como hace siglos.
Parecía dormir. Esperar paciente el día de una futura rebelión. Perdida por eones en espera de la caricia de su pueblo para despertar.
El recuerdo de la princesa
Para honrar el relato, el cual tiene múltiples versiones e interpretaciones, el escudo de armas de la ciudad de Oaxaca de Juárez, que fue confeccionado en 1825 por José Joaquín Guerrero y José María Melo, posee una representación de la cabeza de Donají y la flor que le nace. Para la moderna Oaxaca, ha dejado de ser una historia de amor desaforado, un romance al estilo de la literatura del conquistador español. Actualmente es una historia sobre el sacrificio, la unión y la defensa de la identidad, adormecida temporalmente, en espera de un nuevo auge.
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Dice Alfonso Francisco Ramírez en Por los caminos de Oaxaca, que la princesa “llevaba impresa la melancolía de una raza vencida y la dulzura de los crepúsculos que iluminaron de gloria su cautiverio imperial”. La puesta en escena de este pasaje es uno de los momentos más esperados de la Guelaguetza año con año.