El periodista policiaco José Pérez Moreno, quien a mediados del siglo pasado cautivaba con sus crónicas a los lectores del periódico El Universal, escribía lo siguiente en el prólogo del curioso libro, hoy inconseguible, El hampa… confidencialmente:
“El estudio del ‘caló’ con el que se comunican los delincuentes no es solamente útil en alto grado para la policía, sino también para el jurista, para el sociólogo, para el criminalista y, en fin, para todos los hombres que por sus deberes o por sus disciplinas científicas tienen que habérselas con el bajo mundo”.
Justo esa es la intención de este peculiar manual, editado en 1955 por el Servicio Secreto, bajo la autoría del profesor Elgin Rod. El libro está dedicado “a todos los elementos policíacos en general, a cuya oscura y heroica labor debe la sociedad el tranquilo disfrute de sus vidas y sus bienes”.
Y en la siguiente página, una sentencia para los capitalinos que ya desde entonces padecían las “destrezas” de malandrines y estafadores: “Prevenir a la sociedad contra los delincuentes, es servirla”.
Caló y malas mañas
La obra está dividida en dos partes: la primera contiene un amplio glosario, de la “A” a la “Z”, en el que se descifra el argot del “bajo mundo”. En opinión del autor, su aprendizaje debería ser obligatorio, ya que eso permitiría combatir más eficazmente el crimen. Esto sin contar con que este “dialecto turbio” o “idioma infame”, como lo califica Rod, muchas veces iba acompañado de diferentes ademanes y contraseñas. Mal descifradas, el “gil” (la víctima) podría perder no sólo sus pertenencias, sino la vida misma.
La segunda parte está dedicada a las diferentes argucias que utilizaban los malhechores para despojar de sus pertenencias al posible sacrificado. Según lo que se deseara robar, se ocupaba una herramienta diferente. Entre las más comunes se encontraban la “chorla” (llave falsa con punta en forma de cruz, útil para abrir chapas tipo Yale), la “espada” (pequeña tira metálica, ideal para abrir cerraduras), o el “santoniño” (barreta metálica que ayudaba a abrir candados).
Una vez elegida la herramienta más adecuada, se ejecutaba todo un plan maestro mediante el cual se timaba a la víctima que, en la mayoría de las veces (no todas, desde luego) no era ni siquiera golpeada.
Así, estaba el “mete manos” (delincuentes de ínfima categoría, por lo regular niños, que deambulaban en los mercados), los “basteros” o “pungas” (carteristas que comúnmente operaban en los tranvías, ferrocarriles y camiones), o las “beatas balín” (mujeres disfrazadas de monjas que pedían limosna para el sostenimiento de causas inexistentes).
Ahora que si lo que se buscaba era un saqueo mayor, lo mejor era ser “boquetero” o “coscorronero”. Los primeros debían su nombre a que a punta ‘dea-cachetadas’ hacían un boquete en la pared, regularmente de una joyería o una sucursal bancaria, por el cual se introducían para concretar el robo. ‘Dea-coscorrón’ o ‘dea-tachuelazo’ eran los que hacían el orificio en el techo.
Los “cachuqueros” eran aquellos que se dedicaban a fabricar dinero falso; por lo regular trabajaban en complicidad con los “voltiadores”, quienes se encargaban de ‘voltiar’ (circular) el dinero.
Pero esperen, que las modalidades de hurto son muchas. Los “corniceros” o “posteros” son aquellos que entraban a comercios o casa habitación en la madrugada. Su nombre se debe a que trepaban por las cornisas. También había “cristaleros”, “zorreros” (los ‘zorros’ usaban zapatos con suela de goma para no hacer ruido) y “estucheros” (violadores de cajas fuerte).
El timo del billete
Muchos, desde luego, eran los timos de los delincuentes, pero acaso uno de los más utilizados era el “Timo del billete de lotería premiado”. Aunque en la actualidad nadie se tragaría semejante teatrito, en los años 50 muchas personas cayeron redonditas. Esta era la treta en palabras del propio Rod:
“Uno de los delincuentes aborda a la víctima y le pregunta por determinada calle, simulando ser extraño en la población; entablando plática le muestra un billete de la Lotería Nacional que figura como premiado en la lista de sorteos. Cuando el delincuente ha logrado avivar el interés de la víctima y también la codicia, entra a escena un segundo ladrón, quien aparentando ser un transeúnte común propone realizar una magnífica transacción con el supuesto billete premiado.
«Para entonces, el dueño del billete ha expuesto desconocer la ciudad, el sitio donde se cobran los premios y la carencia de tiempo para realizarlo; finalmente, está dispuesto a perder parte del premio con tal de poderlo canjear por dinero inmediatamente.
«El segundo delincuente extrae dinero legítimo de su cartera y ofrece dar la mitad del costo de la transacción para adquirir el billete con un amplio margen de lucro, y acto seguido persuade a la víctima para que aporte otra cantidad igual, obteniendo así el billete. El segundo delincuente entrega el billete (que está dentro de un sobre) a la víctima y demostrándole su confianza, se cita en cualquier momento posterior para cobrar el premio.
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«La mente codiciosa de la víctima ya planea cobrar y quedarse con el premio total; sin embargo, es en ese momento cuando descubre que el sobre sólo tiene un billete balín que ha sido alterado o uno caduco. La víctima, completamente sola de nuevo, ha sido timada. No hay nada que hacer».