La importancia de cuestionar nuestra manera de ser hombres

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Cada 8 de marzo, miles de hombres en todo el país nos solidarizamos con las mujeres, reconocemos su lucha y damos nuestra voz a sus demandas de justicia. Algunos muy entusiastas, movidos por la indignación, insisten en participar hombro con hombro en las marchas y manifestaciones. A veces somos bien recibidos, pero muchas otras no. Los grupos feministas más radicales quisieran que todos los varones, inocentes y culpables, por lo menos ese día tomáramos nuestro lugar en el banquillo de los acusados para escuchar con atención lo que tienen que decirnos.

Y de nuevo, los más empáticos y feministas de los hombres, insistimos en hablarles a ellas para decirles que nos duele su dolor y apoyamos su causa porque tenemos en nuestras familias o amistades a muchas mujeres a quienes amamos con todo el corazón. Quienes nunca hemos golpeado a una mujer, levantamos las manos para que vean que están limpias de sangre, que no somos feminicidas ni misóginos.

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Pero eso a ellas qué les importa cuando sus marchas tienen como objetivo primordial hablar de los feminicidios, de las violaciones y de la discriminación que siguen ocurriendo. De qué les sirve que les digamos que nosotros no matamos mujeres, no violamos y no discriminamos. De hecho, nuestra presencia y solidaridad en esos momentos puede constituir un estorbo.

Lo que ellas quieren al mantenernos a raya de sus espacios de protesta es que asumamos una realidad que intentamos esquivar por dolorosa y agobiante: somos hombres mexicanos; hombres en un país en donde cada día cerca de 7 mujeres son asesinadas por lo que para mayor eficiencia discursiva se ha convenido en llamar “razón de género”, es decir, por ejercer su ser mujer de una manera distinta a la prevista por el hombre que decide castigar con muerte lo que él considera una falta o imprudencia.

Vamos, en un país en donde ni siquiera la traición a la patria es castigada con muerte, muchos hombres imponen pena capital a las mujeres que les son infieles, que no respetan su autoridad, que no acceden a tener relaciones sexuales con ellos o que ya no quieren vivir en la misma casa. En fin, mujeres que desean ser mujer de una manera distinta a la imaginada por el hombre misógino, violador o feminicida con el que viven, trabajan o simplemente se cruzaron en la calle.

Esto ocurre más en México que en otros países con un nivel de desarrollo parecido o superior, las razones son múltiples y complejas; exigen una solución de una naturaleza mucho más profunda que mejorar el alumbrado público, aumentar el patrullaje y repartir botones de pánico.  Aquellas medidas, por supuesto urgentes y pertinentes en una situación de emergencia como la de este país, no hacen más que levantar murallas contra un monstruo que crece porque lo seguimos alimentando: nuestra manera de ser hombres.

Los hombres en México, y en cierta medida en todo el mundo, compartimos códigos de conducta y dinámicas de consumo que validamos al basar en ellos nuestra admiración. En nuestra relación como hombres entre hombres configuramos la mayoría de nuestras actitudes hacia el resto de nuestro ecosistema, empezando, por supuesto, con las mujeres.

También en los espacios que abren las relaciones entre nosotros, por ejemplo las canchas, estadios, patios de la escuela, cantinas, por mencionar sólo los más obvios, se conforman los mensajes que, como hombres en conjunto, emitimos al resto del ecosistema, empezando, de nuevo, por las mujeres.

Por eso los hombres debemos empezar por los hombres cuando sumamos nuestras energías a las luchas feministas que buscan acabar con todos los tipos de violencia por razón de género. Dada la gravedad del problema, no es una exageración darle vitalidad en el seno de esos espacios al debate que ponga en tela de juicio hasta nuestra dieta hipercarnívora, nuestros gustos por los grandes motores o la obsesión con los deportes violentos. Pasando, por supuesto, por nuestras estrategias para lidiar con las frustraciones y nuestra manera de concebir el éxito y el fracaso.

Poner en tela de juicio no significa destruir, significa abrir los constructos a la reflexión e incorporar en el debate la terrible realidad que las mujeres desean visibilizar en sus protestas: los hombres matamos mujeres que desafían nuestro control sobre ellas.

Si ese debate se lleva con valentía a la forja de la masculinidad mexicana, a esos momentos de la más íntima camaradería, acaberemos discutiendo temas fundamentales como la desigualdad, la discriminación racial, el clasismo y todos los demás problemas estructurales de nuestra sociedad que avivan la violencia; sin duda entenderíamos mucho mejor al presidente López Obrador cuando habla de acabar con las causas de raíz y apoyaríamos la ampliación de las estrategias implementadas para ello.

Este día de las madres, un buen regalo para las mujeres que más amamos puede ser ese, tomarnos la tarea de hablar con los hombres sobre la necesidad de reinventar la hombría y proponer nuevos esquemas de admiración sin temer ser tachados de debiluchos. Porque autocalificarnos de frente a las mujeres como feministas les hace un favor muy pequeño comparado con el enorme reto al que se enfrentan, y abona muy poco a la solución de este terrible problema.

Invitemos a otros hombres a escuchar los reclamos desde el banquillo de los acusados sin taparnos los oídos con pretextos o declaraciones de inocencia, para que nuestro entendimiento del problema gane profundidad, tanta profundidad que ubiquemos en nuestro propio corazón las raíces, por mínimas que sean, que tiene ahí sembradas el feminicidio, la violencia sexual y la discriminación que asola nuestro país, y entonces sí, un día no muy lejano podamos marchar hombro con hombro con las mujeres para celebrar el fin de esta epidemia de violencia.