En México no hay polarización porque no hay oposición, y no hay oposición porque no existen dos versiones opuestas de lo que debe hacerse en nuestro país a partir del diagnóstico de los males que aquejan a la sociedad mexicana: la pobreza, la discriminación, la violencia, la brecha de desarrollo que divide el territorio, la falta de seguridad laboral y la mala calidad de los servicios públicos.
En 2018, durante las campañas electorales, muchos analistas conservadores aceptaban que López Obrador entendía los problemas del país, pero desconfiaban de sus propuestas para remediarlos. Sin embargo, la oposición no consiguió articular un paquete de propuestas distinto al del lopezobradorismo.
Los contendientes apostaron por proponer políticas sociales análogas a las de AMLO pero sin asumir los compromisos que harían posible cumplir con ellas sin caer en más deuda o tener que concesionar al capital privado los proyectos de infraestructura social indispensables para el desarrollo, condenándonos injustamente a una mayor desigualdad.
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Ricardo Anaya se atrevió a proponer un ingreso básico universal para acabar con la pobreza extrema, al mismo tiempo que hablaba de bajar impuestos. Ese discurso se caía solo por el peso de su incongruencia.
Frente a un contendiente como López Obrador, que instituyó la primera pensión para las y los adultos mayores en el país, al mismo tiempo que invirtió en magnos proyectos de infraestructura cuando gobernó el entonces Distrito Federal, lo mejor que pudieron hacer sus adversarios fue asegurar que ellos harían más o menos lo mismo, pero mejor, con la esperanza de que alguien, además de sus clientes, les creyera.
Es así que la Cuarta Transformación llegó al poder sin una oposición verdadera, sin un proyecto de nación alterno con otras respuestas a esos mismos problemas reconocidos por todos.
Desde entonces, los adversarios políticos de la 4T se han limitado a fungir como obstáculo para detener una maquinaria gubernamental que se eligió democráticamente con el objetivo anunciado claramente de transformar las instituciones del país para erradicar las inercias corruptas y dejar de reproducir sistemáticamente la desigualdad y la pobreza.
Por lo menos hasta ahora, el gobierno de López Obrador sólo puede haber decepcionado a los cínicos y a los que no escucharon uno solo de sus discursos de campaña; a los primeros porque estaban seguros de que AMLO acabaría siendo otro presidente más, quizá porque pensaron que se dejaría abrazar por la élite. Y a los segundos, porque en todas sus participaciones en público como candidato habló de su ambiciosa política social, de la cancelación de los megaproyectos de corte neoliberal y de la reconquista de la soberanía energética.
Eso no tiene que significar que todo lo que el Presidente ha puesto en marcha hasta ahora sea lo más conveniente para México. Yo estoy convencido de que sí, pero me gustaría vivir en un país en donde los argumentos que debaten mi convencimiento no se basen nada más en un deseo obsesivo por mantener los privilegios y en otros vicios como el clasismo y el racismo.
La hipocresía de la oposición que niega su raíz ideológica, que esconde los intereses que verdaderamente defiende, la falta de valentía de una oposición que tiene miedo a perder seguidores si bosqueja con claridad un proyecto de nación distinto al que hoy respaldan las mayorías, esa incongruencia y ese deseo de estar por estar, sin que les importe la calidad de la presencia, ha condenado a nuestro país a que ese debate no sea posible.
A que la batalla argumentativa se torne pronto en estridencias, como la participación de Alejandro Moreno en la Cámara de Diputados cuando se votó la Reforma Eléctrica.
La oposición no existe hoy en México precisamente porque coincide en el diagnóstico del Presidente sobre los males que aquejan la nación; no existe porque se sabe y se entiende causa de éstos, y se resiste a resurgir desde la aceptación, buscando un nicho más modesto y específico desde el cual contestar el poder.
Por el contrario, la oposición es apenas el cascarón de una estructura colapsada, que intenta llenar con dinero y manipulación mediática el lugar que dejaron vacío las voluntades políticas genuinas que alguna vez albergó.
El PRI lo intentó al desmarcarse del neoliberalismo, pero sus intenciones caducaron apenas un par de meses después, cuando decidieron acudir al llamado de transnacionales como Iberdrola y defender sus intereses fincados en un libre mercado abusivo, contrario a los intereses del pueblo, y convertirse en la comedia más trágica de la historia reciente de la política mexicana, convencidos de que el dinero de las transnacionales les alcanzará para comprar la voluntad de las y los mexicanos en las próximas elecciones.
La oposición no existe en nuestro país porque quiere todo el poder a como dé lugar para revertir el rumbo que la nación ha tomado, y México tiene hoy un gobierno democrático, respaldado por una mayoría diversa y vibrante, ni alienada ni artificial como quieren hacer creer los que se resisten a ver de frente el país que somos.
Por eso no podemos hablar de polarización, porque no hay dos proyectos que se enfrenten en la arena política, sino un proyecto que es jaloneado por los restos de un sistema agonizante, fincado —insisto— en los peores vicios de nuestra nación: la discriminación por raza y por clase social.
Lejos de acusar una excesiva polarización y rasgarse las vestiduras acusando al Presidente de incitar el odio entre mexicanos, una oposición elegida legal y democráticamente, sensata y útil para nuestro país tendría que aceptar, en este momento histórico, su modesta posición de nicho y emprender luchas específicas con debates fincados en la congruencia. Sólo así prestaría al país un servicio que, aunque hoy parece no ser urgente, en algún momento será vital para la salud de nuestra democracia.