Se acerca octubre y con ello el ritual anual de millones de videojugadores de comprar el nuevo Call of Duty, la franquicia que en horas vende un billón de dólares. Sólo tiene una campaña pequeña, porque lo que importa es su multijugador online y su modelo de juego como servicio, a la Netflix.
La edición de este año es una reconceptualización de uno de las entregas más exitosas de su historia, Call of Duty Modern Warfare 2 (2009), un nivel que, en más de un sentido, la franquicia no ha podido igualar y por eso no extraña que se quiera reactualizar a como dé lugar.
Lleno de instantes impactantes robados a las películas de acción más trepidantes de Hollywood, como la persecución de un traficante de armas dentro de una favela brasileña; la infiltración en una base rusa en medio de una tormenta de nieve; o la ficción apocalíptica y catártica (para los pueblos que los consideran un imperio opresor) de ver una zona residencial de Estados Unidos como campo de batalla sacado de Apocalypse Now (1979).
Call of Duty es un fenómeno cultural completo, con anuncios televisivos que incluyen a deportistas y actores de la farándula echándose una partidita. La compañía que lo desarrolla es Activision Blizzard, la cual fue comprada en mayo por Microsoft en 68.7 billones de dólares, aunque todavía no se concreta semejante compra.
Hay un halo de hipocresía en la publicidad de este juego, pues, aunque está catalogado como para mayores de 18 años, es verdaderamente iluso creer que un anuncio televisivo en donde participe un ídolo de la niñez como el hoy finado basquetbolista Kobe Bryant, no hará que tarde o temprano menores de edad lo jueguen.
Sobre todo, en un país con una facilidad escalofriante para adquirir armas y en donde, según las últimas investigaciones, en lo que va de este 2022 ha habido 27 tiroteos en escuelas.
Call of Duty hace glamurosas las armas automáticas y la ropa de los militares, sus mochilas y sus códigos, sus formas de expresión, su idea “patriótica”, y ya está tan establecido en la cultura popular, que es como el Super Bowl, una cita infaltable cada año. Así como Top Gun y su reactualización reciente es un enorme comercial propagandístico de la fuerza militar estadounidense, Call of Duty es una reafirmación interactiva de los postulados del american dream y la idea de que las libertades sólo se alcanzan y se conquistan por medio de las armas.
https://www.youtube.com/watch?v=r72GP1PIZa0
El show de la guerra
Cuando los estudios desarrolladores, Infinity Ward, se dieron cuenta que paralelo a sus videojuegos inspirados en la Segunda Guerra Mundial, podían explotar por medio de tramas con cierta verosimilitud los conflictos armados de la actualidad, dieron en el clavo para crear una de las franquicias más exitosas de la industria.
Sólo dos entregas con esta fórmula de fidelidad histórica (que también es una reinterpretación aberrante, para el caso), y la serie abandonó el esquema de conflictos históricos. Mejoraron cosas como el motor gráfico, la presentación y los efectos visuales y dieron a luz al juego que más ha vendido en la historia en un solo día, un nuevo fenómeno de masas que tiene a diario millones de usuarios jugando en línea, virtud que le ha dado un alcance demográfico sin precedentes a la serie y a este entretenimiento.
En verdad que pocos videojuegos pueden llegar al nivel y creatividad de las situaciones que se presentan al usuario. Call of Duty Modern Warfare 2 es un FPS (First Person Shooter) que se aprovecha al máximo de la vista subjetiva, proponiendo al usuario la experiencia de estar cara a cara en situaciones que logra con gran estilo, gracias a la emulación de la ficción de la guerra real y, sobre todo, a la inmersión. Momentos de genuino arte dentro de esta expresión cultural que le robarán el aliento al jugador.
Quién puede negar que no es brillante el escape de la base afgana cuando todo parece que está perdido, para finalizar con una persecución campo traviesa en motonieve, con balacera incluida, hasta llegar al sitio de extracción, donde espera el helicóptero aliado. O quién puede rehusar escapar de una favela con un ejército de traficantes de armas pisándonos los talones, en un recorrido que parece sacado en su angustia y emoción de la saga Matrix.
Dentro del ámbito de la experiencia virtual, de la creatividad y de la sangre fría que se requiere para sacar un producto como este, Call of Duty Modern Warfare 2 llega a ser excelencia en el entretenimiento virtual, no hay duda.
Eso si es que al usuario no le importa que cuando lo maten, alguna cita extraída de la historia aparezca en la pantalla roja por la sangre, y como un mantra subliminal, esas frases célebres, algunas por su infamia -las cuales aparecerán por segundos en pantalla, a veces tan rápido que no se podrán ni leer-, le receten a través de la manipulación por medio de estímulos (y Pavlov está sonriendo en algún lugar del cielo), toda una doctrina intervencionista para las nuevas décadas por venir.
Ese es quizá el problema del entretenimiento virtual (para quien lo vea como un problema, claro está), que llega a ser tan inmersivo que se vuelve complicado entender en qué consiste esa manipulación ideológica, y que los mismos desarrolladores piden no tomar en cuenta, escudándose en que todo es una ficción recreativa. Pero es política, pura y dura.

La ideología de la guerra
Pero si procedemos con esa inocencia perderemos de vista el todo de la obra. Ok, al usuario pan y circo, y situaciones trepidantes y extremas para que disfrute su experiencia, para que desfallezca y olvide o no repare en los mensajes explícitos.
El trasfondo ideológico es utilizado en esta ocasión para sugerir y desarrollar la necesidad de la doctrina intervencionista del estadounidense en la era moderna. Nada más, nada menos.
La introducción a las misiones es muy vistosa. Se hace por medio de los planisferios satelitales que localizan el más mínimo lugar en el mundo con precisión tecnológica, explotando ese sentido de que todo es observado desde las alturas. Y se escucha la voz del general Sheperd de la nada como en una emulación de Dios, detalle que no se puede omitir al pensar en este espacio donde es posible la omnipresencia.
Como moderno George Bush de bolsillo, el general Sheperd, que ordena y recluta alrededor del mundo a los protagonistas de cada una de las operaciones de infiltración, nos explica en medio de su tono de militar sacado del Full Metal Jacket de Kubrick, cómo Estados Unidos está obligado a intervenir en cualquier cosa que amenace con perturbar su propia situación como el imperio más grande que el mundo ha conocido. Es el diálogo completo:
“Somos la fuerza militar más poderosa en la historia de la humanidad, toda pelea es nuestra pelea, porque lo que pasa allá, influye acá, y no quieres ignorarlo. Utilizar las armas modernas de la guerra es la diferencia entre la prosperidad de tu gente o su destrucción.
“No podemos darte libertad, pero podemos darte las herramientas para adquirirla; y eso, mi amigo, es más importante que una completa base armada de metal. Claro que importa quién tienen el garrote más grande, pero importa endiabladamente más quién lo utiliza y lo blande. Este es el tiempo para los héroes, el tiempo para las leyendas. La historia la escribe el vencedor. Hagamos el trabajo”.
Así que, llevados por esa idea, y guiados por frases de los líderes estadounidenses más controversiales como Donald Rumsfeld, Dick Cheney o Colin Powell (carniceros para muchos de los países invadidos por Estado Unidos), vamos adentrándonos nuevamente al pensamiento del ala conservadora de los Estados Unidos.
El lado duro del americano alienado desde hace décadas con la amenaza del exterior, que en estas décadas ha tomado el rostro más «real» de su cruzada mesiánica contra el terrorismo o el pretexto que utilizan para intervenir en cualquier país en donde ellos mismos alimentan ese “terrorismo”.

Sí, es precisamente el Estados Unidos que el resto del mundo pretende olvidar con el ascenso de Joe Biden, un belicista aún peor que Donald Trump. Es decir, estamos ante un nuevo brote de furor nacionalista del país intervencionista que recupera la política del big stick de Roosevelt; la doctrina Monroe, el Destino Manifiesto de los Padres Fundadores, el estúpido chovinismo de la era Nixon y el franco fascismo del doble mandato de Bush.
En el juego, es perversidad de la más ambivalente. Si es que la guerra fría se congeló para jamás estallar, la moderna invención de los desarrolladores de este entretenimiento no teme volver a encarnar al ruso como el malo, sólo que esta vez no es la ideología comunista, sino sujetos que llevan el término de monstruo a una nueva definición.
Como Osama Bin Laden ya no es lo suficientemente impactante (ya hasta Eminem lo ha satirizado en uno de sus videos de antaño), ahora es necesario ponerles más tentáculos y bocas babeantes a esos modernos dragones contra los que el caballero gringo tendrá que arremeter blandiendo la espada de la libertad.
Es la explotación más sucia y efectiva de la extraña catarsis que siente el estadounidense promedio al ver las obras de la humanidad destruidas, que se ha hecho en un videojuego. Explotando la conocida afición del pueblo estadounidense a ver su propio imperio arrasado por las llamas.
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En una de las misiones el PFC Joseph Allen es infiltrado con el nombre de Alexei Borodin en el equipo de un terrorista. Busca ganarse la confianza de Vladimir Makarov, el nuevo líder del terrorismo en Rusia (que los realizadores nos relacionan por medio de la imaginería histórica con el Tito yugo o el Stalin ruso).
Entonces Allen participa en la masacre en un aeropuerto en el que los civiles son asesinados en uno de los instantes más impresionantes y vívidos de la breve historia de los videojuegos.
El general Sheperd nos describe a Makarov como un hombre “sin ideales, banderas, o credos, que intercambia sangre por dinero”. “He is your next new friend”, dice con sorna.

Finaliza este texto la próxima semana, sólo en Trasfondo.