Hace algo más de 20 años se habló de la transición y la necesaria reforma del Estado que con mucho interés quiso coordinar Don Porfirio Muñoz Ledo. Se consideró como el momento adecuado para impulsar cambios de fondo que tenían entre otros cuestionamientos la conveniencia o no de un modelo presidencialista, parlamentario o semi parlamentario.
En la presidencia estaba Vicente Fox. De hecho, fue una de sus promesas de campaña, pero quedó claro que el proyecto rebasaba sus capacidades.
En el aire siguen importantes preguntas: ¿Queremos un país federalista o centralista? ¿Es conveniente la reelección? ¿Tienen sentido las casas de gestión? ¿Estamos por un modelo de caudillos temporales?
Otro tema candente es el conflicto del presidente de la República, no sólo con el Instituto Nacional Electoral (INE), también con los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES), al grado de proponer “otra institución” para ahorrarse algunos millones de pesos.
El consejero nacional del INE, Uuc-kib Espadas Ancona, afirmó en una entrevista la necesidad de hacer una reforma electoral, pero pensando a largo plazo.
Lo que considera quien escribe este artículo es que primero debemos consensar un proyecto de país y luego pensar el modelo electoral que lo acompañe.
En una democracia los gobiernos son a imagen y semejanza de los gobernados. Aspirar a mejores gobiernos significa impulsar mejores electores, ¿y qué son mejores electores? Por lo pronto, son ciudadanos que participan y se hacen corresponsables en la dirección del gobierno.
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Importante es decir que quienes califican quiénes son buenos y quiénes son malos, son los ciudadanos y un principio que debe quedar claro es que si algo es sagrado en una democracia es la voluntad de los electores. La normatividad electoral es para garantizar que el deseo ciudadano estará presente en quienes son los protagonistas políticos y en consecuencia en las políticas públicas.
En el llamado “Pacto por México”, el entonces presidente de la República, Enrique Peña Nieto, les concedió tres deseos a los partidos políticos: al PRD, la condición de entidad federativa al Distrito Federal para ser Ciudad de México; al PRI, la privatización de los energéticos; y al PAN, la centralización del IFE que pasó a ser INE, bajo el argumento de que los gobernadores intervienen demasiado en las elecciones locales. Así que se limitó a los Organismos Públicos Locales Electorales a un carácter mayormente administrativo que decisivo.
En aquel entonces, la consejera del IEDF, Dania Ravel Cuevas, manifiesta en La constitución a debate, un siglo de vigencia, en su artículo “La reforma política electoral de 2014” subtitulada “¿La muerte del federalismo?”, que ninguna institución de ninguna instancia de nuestro país podrá contravenir el artículo 40 en términos de estructura nacional. De tal manera que ninguna instancia electoral podrá contravenir el Estado de Derecho republicano, democrático, laico, representativo y federal que la constitución establece.
Poco más tarde, pasa de ser consejera local a consejera nacional y en reciente entrevista afirma que las OPLES han aportado mucho a la evolución electoral.
La actual iniciativa de Reforma Electoral tiene como motivo relevante el ahorro en el proceso electoral. En una entrevista, el consejero Roberto Ruiz Saldaña afirma que se pueden ahorrar muchos gastos si, entre otras cosas, en vez de que el INE tenga 32 oficinas (una por cada entidad federativa) tuviera oficinas regionales, ya que hay Estados con muy pocos distritos electorales y otros con muchos.
Lo curioso es que el mismo presidente de la República encarece el modelo electoral cuando pone en plebiscito si se juzgan a los expresidentes, cuando este proceso debe ser por causas penales y no por votación; y con la revocación del mandato, cuando este proceso debería ser solo en caso de que el titular del Poder Ejecutivo pierda la mayoría legislativa en elecciones intermedias.
El tema de hacer valer el federalismo es el mismo de hacer valer la democracia. Lo que está en juego es la dignidad y las entidades federativas tienen derecho a tener sus instituciones. Es a la ciudadanía a quien le corresponde decidir quiénes son sus autoridades y no al centro, y si se equivocan, aceptar las consecuencias. Lo que está expresado de manera subliminal en el centralismo es que un puño de personas es superior a la sensibilidad popular de las entidades políticas.
Dicen los sabios que, si sales y está lloviendo, lo más natural es que regreses a donde estabas. Por congruencia, el Instituto que califica las elecciones debe ser tan autónomo como las entidades federativas. No está de más hacer un diagnóstico del INE que nos diga qué se debe cambiar y qué se debe mantener, hacer una revisión de salarios, de su nepotismo, sus gastos superfluos, sin confundir autonomía con autocracia.
En el debate está el dilema de segunda vuelta o un modelo parlamentario. No veo como solución que en la primera vuelta votemos por quien consideramos el bueno y en la segunda por el menos malo, cuando lo que está en cuestión, más que la persona, es el programa de gobierno. La ventaja de un modelo parlamentario es que en caso de que nadie tenga la mayoría absoluta, se busquen acuerdos entre los programas de gobierno más parecidos.
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Tengamos presente que quien te representa no es por coincidir en un espacio llamado distrito electoral, sino con quien compartes principios éticos y políticos. Así que estoy a favor del sistema representativo proporcional que pone al centro las concepciones y propuestas, y no liderazgos carismáticos.
Cuando hay la propuesta de un cambio constitucional y no se obtiene la mayoría calificada, pero sí mayoría absoluta, lo propio es que se convoque a un referéndum, porque como está actualmente, quienes se oponen al cambio tienen el doble de poder con menos votos.
Es muy corto este espacio para hacer una contrapropuesta, pero les dejo información y convicciones que puedan orientar las suyas.