Adolfo Gilly, fugarse de Lecumberri

Adolfo Gilly

Eran tiempos difíciles y a la vez con enormes desafíos y posibilidades. Desde que fue internado en el penal de Lecumberri en 1966, Gilly se puso a trabajar en la redacción de La revolución interrumpida.

Las condiciones no eran las más adecuadas, porque, como es evidente, no se contaba con acceso a materiales y archivos. Para los celadores, Gilly eran un personaje peligroso, guerrillero y además trotskista.

Superada la redacción del trabajo, que se demoró por años, había que sacar el material del penal, sin que fuera revisado y mucho menos entregado a las autoridades que solían ser bastante silvestres respecto a cualquier trabajo intelectual.

En 1971 las condiciones de los presos políticos se podían poner difíciles, aunque las propias redes de protección, establecidas por familiares, amigos, grupos sociales y políticos permitían ciertos respiros.

El encargado de liberar el manuscrito fue Guillermo Andrade Gressler, mi padre, quien era uno de los abogados defensores de Gilly.

En el fondo, se trataba de una suerte de fuga simbólica, de balde de agua helada a los jefes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) que entablaron acusaciones absurdas contra Gilly y de los ministerios públicos y jueces que las respaldaron.  Se podría decir que la tipificación del delito respondía al atrevimiento de pensar en la transformación social.

Ahí estaba la fase delicada del embrollo, porque en ese momento, cuando fenecía el mandato de Gustavo Díaz Ordaz e iniciaba el de Luis Echeverría, se tenían aceitados y funcionado todos los engranajes represivos.

Un libro era un material peligroso y más si trataba de un proceso revolucionario, de una visión novedosa desde el punto de vista histórico.

Es aún un misterio, como Andrade Gressler logró esconder y sacar las cuartillas, pero es probable que se debiera a la buena y cotidiana relación que ya se tenía con los custodios por las vistas que realizaba para conversar con los estudiantes que estaban presos a raíz de lo ocurrido en torno al movimiento estudiantil de 1968.

Fuera del Palacio Negro, lo primero que hizo el abogado fue acudir con Manuel López Gallo, uno de los editores que solía arriesgar seguridad y fortuna en el ánimo de presentar a los lectores textos de valía. Por eso la primera edición de La revolución interrumpida apareció bajo el sello de El Caballito.

En 1976 Gilly partiría a una surte de exilio. Entre las condiciones que se establecieron para liberarlo, fue que abandonara el país. Era una práctica recurrente que también se aplicó a los dirigentes estudiantiles y muchos partieron a Chile, antes del golpe militar y a Cuba.

Gilly en cambio se fue a Roma. Recuerdo una vista que le hicimos por aquellos días. Mi padre, madre y hermano, realizamos un largo recorrido por España, recién muerto Francisco Franco, pero recalamos en Francia y en Italia.

Para mi padre el rencuentro con Gilly resultó de gran relevancia intelectual y anímica; para el resto de la familia una lección en toda la extensión de la palabra.

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Caminar por Roma y escuchar a quien ya se perfilaba como uno de los historiadores contemporáneos más sólidos, tuvo una suerte de magia que se queda grabada en el tiempo.

Porque, además, para todos nosotros Gilly era el símbolo de los que resisten, la muestra de que las batallas en realidad no concluyen y que más bien se van engarzando, como piezas de un rompecabezas.

Gilly nos cocinó un pollo al limón que a mí me pareció, ya desde entonces, de una enorme categoría. Yo no brindaba todavía, pero sé que el abogado Andrade Gressler acaso celebró, como pocas veces, la tranquilidad de un trabajo que tenía sentido, una profesión, la de defensor, que más allá de las dificultades y penurias, funcionaba, aún en aquel México.

La revolución interrumpida, esa obra escrita en condiciones más que adversas, era el ejemplo de que el pensamiento nunca se puede encarcelar y, pues sí, de algún modo Gilly se fugó de Lecumberri.