Por más que diga Claudio X. González, ese junior billonario ocioso, articulador de la coalición opositora de partidos, nadie puede obligar a la gente a reír, bailar, cantar y marchar más de cinco horas bajo un sol inmisericorde. Vi a ancianitos con bastón y busqué con la mirada al vigilante que los observara o amenazara con que tenían que marchar. Jamás vi nada.
Jamás había visto la convicción de miles de personas que cuando ya no podían avanzar por Madero, entusiastas optaban por las calles aledañas. En serio, parecía que les iban a dar una dotación anual de frutsis y tortas, porque el objetivo era llegar al Zócalo, a como diera lugar, era algo contagioso.
Esta buena gente no venía impulsada por el odio, por el resentimiento o espantados porque la oligarquía los había manipulado con sus propios infundados miedos; el mismo miedo con el que en 2006, las bicicletas caían y los muros se derrumbaban tan sólo de escuchar el nombre de López Obrador.
Acá no había miedo y no había resentimiento. En algún momento sonreí, es lo más cerca que estaré de la vibra del legendario festival de Woodstock, y pensé en el lema: “7 horas más de paz, música y amor”. Era algo inspirador ver en una sola marcha una pequeña muestra de la inmensa variedad que compone mi país. A mi espalda, personas se hablaban en distintas lenguas, que no alcancé a reconocer. A mí alrededor, los ríos de personas continuaban, familias enteras.
Vi a los pequeños que perseguían el algodón de azúcar que surcaba los cielos. Al marchante que ofrecía sus amlitos de peluche; más allá el que disfrutaba el momento echándose un churro.
Iba ya rumbo al primer cuadro, por 16 de septiembre, y era como pasar del festival de música de bandas de Oaxaca, a la batucada, a los tambores tocados como en el Matador, de los Cadillacs, al mariachi, a Juan Gabriel; todos eran parte de la atmósfera. Vi a acróbatas en zancos, y en mi imaginación les puse las caras de los que aborrecen a este Gobierno y piensan que AMLO es Hitler. Me imaginé que ese alegre hombre saltimbanqui, era Claudio X y pensé que eso sería genial, porque bailaba con un niño a hombros de su padre.
Y volví a ver a Sergio Sarmiento varias veces, pero esta vez no irradiaba odio y resentimiento; esta vez era un trans con su bandera de colores en la mejilla que me obsequiaba un volante. Cientos de estampas como esta. Vi a un hombre bailando el zapateado con unas botas blancas, a jóvenes velando porque los ancianitos pudieran sentarse, o porque no les faltara agua, o una doradita, o un tepache. Me sentía parte de todos.
Y luego contrasté todo eso, recordé a José Woldenberg dos semanas antes, llenando de descaradas mentiras y haciéndoles tragar saliva a muchos ciudadanos sinceros, pero, en verdad, muy desinformados.
Todos rumbo al Zócalo
Y llegar al Zócalo fue lo que hicimos. Porque en algún sueño guajiro, miles y miles pensamos que López Obrador llegaría pronto y a las 12 iniciaría el discurso. Fue pura ingenuidad, el hombre al que el odiador (de AMLO), Raymundo Riva Palacio, ha pintado como a punto del colapso físico y mental, demoró cinco horas en llegar, porque se detenía a recibir el afecto de sus simpatizantes.
Algunos de su gabinete ni siquiera le pudieron seguir el paso en ese magistral baño de pueblo. Y fallaba la señal del internet y no sabíamos qué pasaba. Algunos decían que ni siquiera había llegado todavía a El Caballito. Vi a muchos desistir de esperar, había sido una larga marcha, casi cinco kilómetros, lo menos que merecían es buscar el descanso. Pero otros estaban ante el inclemente sol, como si éste les diera bríos, jamás vi tanta devoción por una persona. “Este es nivel de canonización”, para muchos de los asistentes lo es, no tuve duda.
Jamás vi mayor muestra de estoicismo de tanta gente. Como a la una, el sol caía perpendicular y miles buscaron la sombra, yo incluso me sentí próximo a la insolación; busqué el abrigo de un McDonald’s, donde pude sentarme y beber agua a la sombra. Pero allá afuera, la fiesta descomunal seguía; los admiré, porque yo caí derrotado.
Pero ahí estaban ellos, fieles, expectantes. En efecto, nadie les exigía estar ahí con una amenaza o coacción. Allí quedaron, bailando, cantando, riendo, siendo parte del otro, de su ciudad, de su país. Era la contestación más hermosa a la retahíla de odio de muchos de los asistentes de la marcha del 13 de noviembre.
Al filo de las 3 de la tarde, caminaba derrotado por 5 de Mayo, muy cansado. Y de pronto llegó Obrador al Zócalo, lo supe porque la enorme pantalla lo mostró, y advertí que la inmensa mayoría prestaba una atención que en verdad me impactó.
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Capitulé: él es como un chamán al que los seres que buscan el amor y la paz, se rinden. Contestan de esa forma ejemplar a aquellos que piensan, que deberían conformarse con tener un alma y aguantar todos los abusos y discriminaciones. Entonces comprendí la importancia del cabecita de algodón y presté atención. Y él habló.