A puerta cerrada y con un año de atraso, los Juegos de Tokio finalmente levantaron el telón. Lo hizo en medio de un despliegue multinacional de los mejores deportistas de un planeta fragmentado por una pandemia que no da tregua y cuya presencia acosa cada rincón olímpico.
La llama ha prendido en el pebetero mientras la pandemia sigue azotando al mundo y la ciudadanía se mantiene en estado de alerta. La cita se produce un año después de lo previsto, un aplazamiento inédito en una historia de 125 años que solo contempla las cancelaciones de 1916, 1940 y 1944 por las guerras mundiales que sacudieron el siglo pasado.
Con una ceremonia de apertura realizada en estadio nacional prácticamente vacío, huérfano de la energía de una multitud, los primeros Juegos en pandemia en un siglo se pusieron en marcha bajo el rechazo mayoritario del país anfitrión. El recelo y la indignación han amenazado con ensombrecer toda la pompa y encendida retórica sobre el deporte y la paz, el sello distintivo de las justas.
El cónclave de los mejores deportistas del mundo es ya una realidad pese al escepticismo de muchos ciudadanos, sobre todo los japoneses, ante un evento que congrega a 11.274 atletas, 5.392 mujeres y 5.882 hombres, en representación de más de 200 países, precisamente lo que contraindican los expertos en la lucha contra la pandemia.
Al anochecer dentro del estadio, una ceremonia meticulosamente coreografeada para la televisión buscó mostrar que los Juegos — y su espíritu — era una realidad.
Un luz azul cubrió sobre las gradas vacías y la música a todo volumen enmudeció los gritos de manifestantes afuera del recinto que clamaban por la cancelación de los Juegos — un sentimiento fuerte en el país. Fuegos artificiales iluminaron el cielo. En forma de octágono, la tarima evocó el emblemático Monte Fuji.
Una y otra vez, ceremonias previas lograron alcanzar momentos que rozan con la magia. Escándalos quedan en segundo plano con el inicio de la competición
Los organizadores guardaron un minuto de silencio por todos los fallecidos de Covid 19. Al ponerle pausa a la música, el ruido de las protestas afuera hizo eco en la distancia.
Esos gritos plantearon una pregunta fundamental en estos Juegos mientras Japón y buena parte del resto del mundo padecen el azote de una pandemia que se extiende a su segundo año y arrojó cifras récord de contagios en Tokio esta semana: ¿Será eso suficiente?
“Eso”, en este caso, es el producto que se ofrece y vende, la materia primera que ha salvado a anteriores Juegos Olímpicos cuando se han visto atenazados por problemas: ese vínculo y apego humano intrínseco al espectáculo de la competición deportiva al máximo nivel.
Una y otra vez, ceremonias previas lograron alcanzar momentos que rozan con la magia. Escándalos — sobornos en Salt Lake City, censura y contaminación ambiental en Beijing, dopaje en Sochi — quedan en segundo plano con el inicio de la competición.
Pero con el coronavirus infectando y cobrándose vidas día tras día, se duda si la llama olímpica puede contra el miedo o brinda una cuota de catarsis — incluso asombro — tras un año de sufrimiento e incertidumbre en Japón y en el resto del planeta.
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La actividad deportiva ya empezó — el fútbol, por ejemplo — y parte de la atención empieza a volcarse a las competencias.
De momento, sin embargo, es imposible no fijarse en lo inusual de esta cita de verano. El coqueto estadio nacional ha sido transformado en una zona militarizada aislada, rodeada de enormes barricadas. Las calles que lo rodean han sido selladas y sus negocios permanecen cerrados.
Los Juegos, sin el colorido y el ánimo de la grada, serán otra cosa; y las televisiones, más que nunca, el único ojo a través del que se vea todo. Pero cancelar los Juegos más caros de la historia, con 13.430 millones de euros de presupuesto, hubiera costado 11.500 millones. Y el precio del aplazamiento, según una estimación del profesor emérito Katsuhiro Miyamoto, de la Universidad de Kansai, será de 4.250 millones.
Así es la cita de los Juegos Olímpicos en Tokio.