Un viaje por el tubo intestinal, de la cocina, al comedor, al baño, en travellings que atraviesan las paredes y la relación indisoluble entre comida y muerte. The Cook, the Thief, his Wife and her Lover (El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante, 1989) fue en su momento la forma con la que Peter Greenaway intentó conquistar el mainstream, y vaya que lo logró. El filme, que este mes cumplió 33 años, está enlistado por muchos críticos como uno de los mil que se deben ver antes de morir.
Con las luces de colores para guiarnos, como si pasáramos de una dimensión a otra: con la calle, tomada en plano americano en luces azules; la enorme cocina, alumbrada con luces verdes; el comedor, con tonos rojos, y el baño en un virginal color blanco.
Mientras estos personajes, sacados a patadas de una novela negra, permanecen en alguno de estos ambientes, su ropa lo refleja y pronto estamos insertos en un ciclo en donde estilos, épocas y todo lo que se ocurrió a su autor, convive de una forma orgánica. Y lo orgánico y cómo pasa del esplendor a la putrefacción, es otro de los temas recurrentes del cineasta británico, que aquí no escatima.
The Cook… cuenta la historia de Georgina (Helen Mirren), quien tiene una relación extramarital con Michael (Alan Howard), un vendedor de libros, para escapar de la opresión de su esposo, Albert Spica (Michael Gambon), un mafioso que posee un restaurante; pretende tener nociones de todo y de hecho quiere poseerlo todo. Un auténtico teatro de pasiones y degradación humana aguarda a un espectador con el intestino fuerte como para resistirlo.
En The Cook… se abren las cortinas como en el teatro. Los personajes atraviesan los escenarios iluminados de un color particular, la cámara viaja en travellings horizontales que asemejan a procesiones religiosas, en donde todo parece una alusión a la “alta cultura” y uno teme no entender las alusiones secretas de lo que estamos viendo. Los mismos personajes de la película parecen basados en el cuadro de Frans Hals, El banquete de los arcabuceros de san Jorge de Haarlem, que se encuentra justo en el restaurante, que es el escenario principal.
Los comensales en la película incluso parecen ser convidados al mismo banquete, o ser aquello que están observando los arcabuceros del cuadro, en otra alusión de Greenaway a cómo el arte piensa la realidad. Para Greenaway, Albert es una suerte de Hamm, de la obra Fin de Partie (Final de Partida, 1957) de Samuel Beckett, un individuo abusivo dedicado a arremeter contra lo que tiene en frente; pero en muchos aspectos de humor negro, si no fuera aterrador, el Albert de Gambon, sería en verdad encantador y delirante, se roba cada escena.
Y es como el teatro de su The Baby of Macón (El Bebé de Macón, 1993), otra de las propuestas con las que Greenaway prácticamente tomó por asalto la cultura autorizada a comienzos de los noventa, donde el performance de los actores se confunde todo el tiempo con la simulación de la actuación, en una forma artificial.
Son todos los códigos del teatro los que somos invitados a recorrer en erudición de Greenaway, que parece retarse en cuántos artes diversos puede incluir en una película. La cocina, incluso está diseñada con el teatro de Bertolt Brecht en mente, en donde no hay muros y la audiencia puede viajar con la cámara para ver todo, imaginándose sólo cuando hay habitaciones ocultas, que parecen en alarde de alusiones artísticas, pequeños compartimentos de un collage pictórico, con su propia identidad y atmósfera.
Aquí el lavaplatos es un niño cantante, a la castrati, que canta el Salmo 51:2, que dice: “lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado”, Albert y Georgina lo escuchan, ella como un bello resquicio a su vida pesadillesca, y él, sin ceremonia y cierto fastidio, le avienta con desprecio una moneda.
Son escenas que serían tremendamente humorísticas, sino hubiera ya a esta altura del filme (el comienzo), varias referencias a temas tabú, como la tortura, la profanación, la mierda; con una escena icónica en que el cuadro abarca el restaurante de Spica, Le Hollandais, el auto estacionado, flanqueado por los dos camiones con los mariscos y carnes rojas que se consumen dentro. Todo señala su ineludible camino de la vida a la muerte.
Neobarroco y trasgresión
“El neobarroco es un reflejo de la historia y no del significado, es un proceso de transición de lo moderno a lo contemporáneo, donde el carácter que asume es ‘estar siempre aquí’, toda la historia, una simultaneidad de tiempos y espacios que coexisten en este ‘aquí’; una unión de lo posible con lo efectivo” 1, explica el autor Jorge Humberto Luján Sauri el concepto de lo Neobarroco, explicado en la obra de Greenaway y The Cook… es la película más didáctica de Greenaway en explicar sus obsesiones.
Era un momento en que a Greenaway todavía le importaba contar una historia y esta era lo suficientemente inmersiva, a pesar de su absurdo. Al comienzo, el espectador no comprende qué clase de vida lleva Georgina, pero conforme avanzan los días, la rutina va mostrando el valor que tiene el cocinero (Richard Bohringer), al, de alguna forma, enmendar un poco el daño que hace Spica a todo lo que toca.
En medio de las alusiones en que platos de alta cocina se transforman en heces, en saliva, en vómito, está la alevosía del provocador Greenaway, jugando a disgustar y por increíble que parezca, The Cook… es una de sus películas más amables con el espectador, aunque no deja de ser el sabihondo que quiere arrojarnos una alusión cultural o histórica, al parecer, a cada cuadro.
Pero en The Cook…, amarrada hábilmente por el soundtrack compuesto por Michael Nyman, hay un dejo de honestidad en que, por algún momento, llegamos a creer que los personajes no son sólo títeres sin alma que Greenaway utiliza sólo para darnos su cátedra en turno, que en otras películas parece pretensión grandilocuente, lejana del respeto por los personajes y por la audiencia.
Helen Mirren incluso recuerda que cuando leyó el guion, tuvo que hacer una pausa para respirar hondo, “sabía que era peligroso, pero jamás imaginé que sería así de peligroso”, decía Mirren en 1990 al finado crítico estadounidense Roger Ebert. La oficina de ratings condenó a la película con la clasificación sólo para adultos, a pesar de que es obvio que Greenaway intentó darle un entorno artificioso a todo, casi como una fábula, para suavizar los fuertes contenidos.
El filme pegó duro en la Inglaterra de su época. Ebert hace un brillante análisis en que el ladrón es el régimen de Margaret Tatcher; Georgina, la propia Inglaterra sumisa y mancillada; el cocinero, la dócil fuerza de trabajo que hace lo que puede para mantener todo en marcha, y el amante, la representación de una izquierda romántica, pero ineficiente, que acepta su lugar en la cadena alimenticia. Es una cinta que no deja a su espectador ajeno.
The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, a 33 años de distancia, es hasta un dulce de humor macabro; recuerda lo inmenso que era como actor Michael Gambon, muchos años antes de ser el segundo Dumbledore de la saga Harry Potter, y puede ser una gran introducción al increíblemente complejo universo de la filmografía de Peter Greenaway, para comprobar cómo la libertad de expresión tiene una deuda con formidables artistas como este, aunque a la mayoría nos repelan muchas veces sus visiones.
Ve aquí el tráiler de The Cook, the Thief, his Wife and her Lover:
Lanzamiento: 13 de octubre de 1989 (Reino Unido); Países de origen: Países Bajos/Reino Unido/Francia; Idioma: inglés/francés/holandés; Director: Peter Greenaway; Guion:Peter Greenaway; Con: Michael Gambon (Albert); Helen Mirren (Georgina); Alan Howard (Michael); Richard Bohringer (Richard Borst, el cocinero); Tim Roth (Mitchel); Ciarán Hinds (Cory)
Duración: 2 horas, 4 minutos.
REFERENCIAS:
1.-Luján Sauri, Jorge Humberto, El cine de Peter Greenaway, Ed. Conaculta Cineteca Nacional, México, 1999.
Calabrese, Omar, La era neobarroca, Cátedra, España, 1989.