La Fiscalía General de la República (FGR) va de traspié en traspié. Todavía no se reponen al cambio de medidas cautelares de ocho soldados implicados en el caso Ayotzinapa, cuando una juez determinó que Luis Cárdenas Palomino, uno de los colaboradores más cercanos de Genaro García Luna, no tuvo nada que ver con la operación Rápido y Furioso.
Cárdenas Palomino no saldrá en libertad, porque tiene otros procesos en su contra, pero seguramente verá como un alivio el que empiece el desbroce de sus responsabilidades particulares, sin el tamiz de la política.
En Palacio Nacional van a poner el grito en el cielo, y seguramente el asunto se aprovechará para golpear al poder judicial y para continuar con las acusaciones de rigor cada que no les acomoda una resolución.
Para el fiscal Alejandro Gertz implicará revisar cómo están haciendo las cosas sus subalternos y no tanto por el revés judicial, sino porque al parecer no hay nadie que lance señales de alerta ante expedientes dudosos.
Esto tenía que ocurrir. Desde que inició el gobierno de López Obrador buscaron casos emblemáticos que les permitieran, era la idea, dar golpes para distinguirse del pasado. Eligieron Ayotzinapa, La Guardería ABC y Rápido y Furioso. Los pobres resultados están a la vista y pronto empezará una suerte de efecto bumerán.
En Rápido y Furioso vieron una oportunidad para acusar a colaboradores del expresidente Felipe Calderón, pero como suele ocurrir no hicieron la tarea de la forma adecuada, porque bastaba con revisar las conclusiones de la Inspección General del Departamento de Justicia de Estados Unidos para normar criterio respecto a un asunto en el que fueron sancionados 14 elementos de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y explosivos que estaban asignados en Arizona.
También significó la renuncia de Janson Weinstein, vicefiscal general adjunto, lo que en los hechos terminó golpeando a su jefe, Eric Holder, encargado del Departamento de Justicia en los tiempos de la administración de Barak Obama.
La idea del operativo era, con la colaboración de vendedores de armas legales, detectar a minoristas que tuvieran contacto, o se sospechara de ello, con jefes de los cárteles de las drogas.
La ATF sabía, desde entonces, que el tráfico hormiga representa un desafío, porque es muy complejo de desarticular, ya que quienes participan en él lo pueden hacer sin ser detectados, en gran medida porque no transportan grandes cargamentos.
El problema consistió en que perdieron el rastro de 200 mil armas largas, y el escándalo se desató luego del asesinado de Brian A. Terry, un agente de la Patrulla Fronteriza al que le dispararon con uno de los fusiles marcados. Era diciembre de 2010 y la operación había iniciado en 2007.
Un aspecto importante, es que los investigadores no encontraron que se hubiera actuado con dolo, sino que se hizo sin informar a los superiores y con nulas medidas de control.
Para el gobierno de México aquello fue un aprieto, porque demostró, de nueva cuenta, que las agencias de seguridad de Estados Unidos muchas veces actúan por su cuenta y si hacer las consultas que debieran ser obligadas entre países aliados y en teoría amigos.
En ese tenor fue el Punto de Acuerdo que aprobó el Senado, el 1 de diciembre de 2015, para que la Secretaría de Relaciones rindiera un informe respectivo, pero sobre todo para dejar claro que las formas de las agencias, y de modo particular la ATF, no ayudaba en nada en un esquema de colaboración.
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En los hechos, nunca se probó que funcionarios mexicanos estuvieran implicados, porque la maquinaria que se activó en la frontera fue la de agentes cansados de no dar resultados y que creyeron que podían controlar a los bandidos, pero evidente no fue así y su error significó muertes y daños en ambos lados de la frontera, pero, sobre todo, y como suele ocurrir, en la confianza que debe existir para atacar al crimen de forma coordinada y binacional.