El presidente Andrés Manuel López Obrador ha vuelto a provocar que la oposición conservadora se rasgue las vestiduras, esta vez por declarar abiertamente que su gobierno cuida también la vida de los delincuentes. Esto, luego de que se divulgaran videos en donde se muestra a la Guardia Nacional y al Ejército siendo sometidos o correteados por un convoy del crimen organizado; una realidad que muchos juzgan vergonzosa y que AMLO califica como inofensivos efectos colaterales de su estrategia pacífica de combate a la delincuencia.
Evitar enfrentamientos salva vidas, dice el presidente, y la oposición le contesta que las vidas que debe estar cuidando son las de los mexicanos buenos, no las de los criminales. Pero, ¿quiénes son los buenos mexicanos?, ¿se trata de un sector de la población por completo ajeno a los ejércitos de los narcotraficantes y a las hordas de delincuentes comunes que asolan más de una decena de estados de la República?
Para contestar esta pregunta sobre categorías morales resulta indispensable analizar el fenómeno de violencia psicológica que tuvo lugar en México a partir de la década de los 80s del siglo XX, cuando el gobierno mexicano decidió no mantener vigente el estado de bienestar, y prefirió adoptar el neoliberalismo como política económica.
Al desmantelarse el entramado legal del estado de bienestar, dejó de tener respaldo constitucional y relevancia política la retórica de la lucha en unidad igualitaria por un México con mejores servicios para todas y todos, que tenía como origen y destino el ideal de un gobierno democrático fuerte.
Pedir al gobierno mejores servicios de salud y educación se convirtió para la menguante clase media en una confesión de mediocridad y falta de talento o inteligencia. Mientras que para los pobres, la exigencia ciudadana dignificante y esperanzadora se convirtió en súplica.
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Es así que lo público dejó de ser un aparato creador de igualdad, para convertirse en una frágil red de contención que buscaba evitar caer en el desamparo absoluto a los fracasados. Lo público para los pobres, y la pobreza pasó a ser nuevamente fetiche para las buenas conciencias de los más afortunados. Fue un momento estelar para personalidades internacionales como Juan Pablo II, la madre Teresa de Calcuta y la princesa Diana.
La élite debía seguir el ejemplo de ayuda al prójimo de estos personajes a quienes miraban con admiración y mucha más calma que como hubiesen mirado a las leyes y gobiernos de estados democráticos verdaderamente resueltos a erradicar el sufrimiento humano causado por la pobreza y la creciente desigualdad.
En México, la vanidad “occidentalizada” de los oligarcas, que utilizaron los medios de comunicación para afianzar la nueva narrativa en el imaginario colectivo, los llevó al riesgoso extremo de asignar a la pobreza, casi exclusivamente, el rostro de los mexicanos de piel morena y de los indígenas, y ensalzó en los personajes pobres de las telenovelas una virtud antes que todas: la abnegación.
Sin embargo, a millones de mexicanos la dignidad no les permitió seguir esa nueva moral opresiva imaginada para ellos. Algunos diseñaron nuevas espiritualidades más empáticas con su realidad de abandono, como el culto a la Santa Muerte, o a San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas.
Muchos, pero ni de cerca la mayoría, se convirtieron en delincuentes movidos por la angustiosa necesidad o por mera contracultura. Delincuentes que, a partir del inicio de la llamada guerra contra el narco de Felipe Calderón, atravesaron un proceso de enrarecimiento producto de una estrategia que buscaba aniquilarlos antes que proponer soluciones económicas, sociales y estéticas a su injusto rezago. Un círculo vicioso que llevó la violencia a un nivel de sadismo nunca antes alcanzado en nuestra historia moderna.
Otros más abandonaron los grupos políticos que permitieron la llegada del neoliberalismo, y comenzaron un derrotero de protestas que desembocó en las elecciones presidenciales del 2018. Por eso López Obrador no puede dar continuidad a una política que trata a los delincuentes antes como delincuentes que como mexicanos víctimas de una política económica y social cruel y racista, como lo fue el neoliberalismo mexicano.
La congruencia obliga al Presidente a tratar a México como una familia imperfecta, pero amorosa y comprensiva, en dónde la tragedia del padre vilipendiado por sus hijos es infinitamente preferible a la del hijo muerto.
Con sus declaraciones consideradas polémicas por la prensa conservadora, López Obrador busca restaurar la dignidad de los mexicanos más desfavorecidos, algo indispensable para que la energía vital de este enorme sector de la población se sume al esfuerzo por quitar las riendas del país a la oligarquía racista. En este proceso de dignificación no basta con crear programas sociales para los adultos mayores, jóvenes desempleados y personas con discapacidad, México debe construir una nueva estética del éxito.
En los corazones más dañados por la injusticia, la bondad puede revivir azuzada por la esperanza de trabajar por un país que cuida a los más desprotegidos y a los hijos pródigos, en dónde, por lo menos en este específico momento histórico, nadie tira la primera piedra porque todos compartimos el pecado