Para los jefes de las drogas que son atrapados, la extradición a los Estados Unidos no suele ser la peor de sus opciones. La clave consiste es que tengan algo que ofrecer a las fiscalías para buscar acuerdos que les signifiquen reducciones en las condenas, entrada en el programa de protección a testigos y la eventual puesta en libertad.
No es algo que funcione para todos, porque hay algunos que, por su propia historia, no tienen margen alguno de maniobra, como Joaquín “El Chapo” Guzmán, pero hay un grupo muy significativo que logran convenios nada despreciables.
Para las policías esto suele ser frustrante, porque objetivos de relieve, terminan pagando pocos años en las cárceles e inclusive volviendo a México para retornar a sus actividades delictivas.
Pero también están los que se convierten en los testigos estrella de los fiscales y se les ve participar en diversas Cortes. Tienen una enorme utilidad, porque sus delaciones suelen conducir a condenas en contra de quienes fungieron como sus jefes.
Es el caso Jesús Reynaldo “El Rey” Zambada, Sergio Villarreal “El Grande”, Oscar Nava Valencia “El Lobo” y Edgar Veytia, quienes cuentan, unos más y otros menos, con esquemas de colaboración que les favorecen, lo que deja en el limbo el castigo sobre lo que sí hicieron, con el desánimo que ello genera en sus víctimas y entre quienes los arrestaron.
Es un asunto polémico, por supuesto, porque su confiabilidad es dudosa, pero luego del juicio en contra de Genero García Luna hay temas que tendrán que analizarse con cuidado.
Joaquín Villalobos, quien es experto en temas de seguridad, escribió en el diario El País un texto en el que colocó una hipótesis inquietante: luego del veredicto de culpabilidad en contra del jefe policiaco mexicano, será difícil que las áreas de seguridad mexicanas, y las de otros países de la región, encuentren incentivos para que los maleantes capturados sean extraditados.
Tiene sentido lo que dice Villalobos, ya que una de las paradojas es que los barones de las drogas que son enviados a Estados Unidos, suelen ser claves en las acusaciones contra quienes los atraparon y, más aún, permitieron su extradición.
En hechos, y es algo que hay que asumir, nunca se sabe lo pueden generar los resortes de las venganzas, ni hasta dónde sus latigazos pueden llagar.
Las barbas se deben estar remojando en estos momentos en cuarteles y dependencias de seguridad, y no es para menos, y todo ello sin demérito del éxito que ya significa la situación de García Luna en particular para la DEA.
Veremos qué ocurre con Ovidio Guzmán en los próximos meses, pero seguramente debe existir preocupación, ya que se sabe que una vez que esté al sur del Río Bravo, sus testimonios adquirirán un valor superior al que ahora tienen, porque las redes de protección y complicidad de diversas autoridades con el cártel de Sinaloa se mantienen vigentes, ya que de otra forma no podría actuar la organización delictiva.
Un dilema, por supuesto, pero está ahí, en la mesa de trabajo de quienes deciden sobre estos asuntos, sobre todo en lo que respecta a sus aspectos técnicos y operativos.
Pero hay otra arista, y es la que tiene que ver con lo poco contundentes que suelen las agencias de seguridad y el Departamento de Justicia, a la hora de la verdad. Casos al respecto hay muchos.
Francisco Arellano Félix fue detenido por un grupo especial de la PGR en Tijuana, Baja California, luego del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo. Lo descubrieron en una casa de seguridad. Al principio no sabían que quién se trataba, pero al memento de interrogarlo se puso altanero y un comandante le jaló el cabello y en la maniobra terminó arrancándole una peluca.
Como lo buscan en Estados Unidos, lo extraditaron, pero solo estuvo algunos años tras las rejas. Ponto regresó a México. Murió asesinado, en los Cabos, durante una fiesta infantil, en manos de un sicario que iba disfrazado de payaso.
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Por fortuna, los narcotraficantes mexicanos asumen la posibilidad de la extradición como una variable de riesgo del propio negocio. Nunca han desplegado estrategias violentas para impedir sus traslados, como sí ocurrió en Colombia en los años noventa, donde el cártel de Medellín y su líder, Pablo Escobar, desataron el terrorismo para evitar ser juzgados en Cortes de Estados Unidos.