Para quienes ya tenemos cierta edad, el presente es como la imagen de algo que ya habíamos vivido. Un presidencialismo fuerte, un partido hegemónico casi único, personajes políticos inconsistentes, un federalismo de ficción y mucha demagogia.
Hay un proverbio que dice: uno nunca cruza el mismo rio dos veces, porque algo en él ha cambiado, pero Morena se parece tanto al PRI de mediados del siglo pasado, que anda circulando una foto del PRI que dicen es la foto de cuando Morena era niño.
Más de René Cervera G.: Democracia de dientes para fuera
A finales del siglo XX se hizo una campaña para convencer que el partido oficial o partido-gobierno, como se le mencionaba, se transformó en un partido moderno adquiriendo las banderas del neoliberalismo y en consecuencia renegaron de la entidad que surgió del movimiento armado al que llamaron revolución; fue inevitable la comparación entre el PRI del pasado y el reciente.
Una de las particularidades de ese PRI fue su ambigüedad ideológica. Se negó a identificarse con otros pensamientos y ante todo cuestionamiento afirmó tener una ideología única emanada de la revolución, como si nuestra revolución hubiera sido producto de fructíferos debates, cuando sabemos que en ella hubo más balazos que discusión de un proyecto nacional.
Concluyeron que lo mejor era un partido nacionalista fuerte, con liderazgos al centro que se van relevando y con la perspectiva de disciplinarse y escoger entre plata o plomo. Desde luego los militantes escogieron plata, institucionalizando la corrupción.
La enorme deuda externa los condujo al abandono de su nacionalismo y en nombre de la globalidad aceptaron las condiciones que impuso el Fondo Monetario Internacional, el banco mundial y la Casa Blanca en lo que se conoce como el Consenso de Washington, debido a que estas instituciones están ubicadas en esa ciudad.
A partir de ese momento, que se inició con Miguel de la Madrid, cualquier apoyo social se convirtió en el populismo del viejo PRI. Se dijo que al pobre no hay que darle el pescado, sino enseñarle a pescar, y venderle la caña, la carnada, alquilarle el bote, cobrarle el permiso, hacerlo competir con transnacionales, etcétera, etcétera.
En aquellos años, el PIB fue de más o menos el 6% anual, mientras que el poder adquisitivo del salario se perdió en un 70%.
Aumentó la pobreza extrema, la desigualdad social y se agigantó la violencia delincuencial. Pero eso lo sabemos quienes nacimos en la mitad del siglo pasado. A las generaciones recientes se les vendió la modernidad como la libertad de elegir entre más productos y la transición política de cambiar del PRI al PAN; algo así como escoger entre dos refrescos de diferente marca, pero mismo sabor.
En el ambiente quedó el sentimiento de que en 1988 hubo fraude y en 2006 también, indicando su disposición a respetar el voto, siempre y cuando no cuestione el modelo económico.
Pero hay quienes no deseábamos volver al pasado, sino evolucionar a un modelo en donde la democracia sea un cambio integral con un Estado federativo, descentralizado, con responsabilidad social, con derechos universales, con un debate serio, con puentes de comunicación entre inversionistas, trabajadores y autoridades públicas, con un Poder Ejecutivo acotado, o mejor, con un modelo parlamentario, en el que las políticas sociales no sean bondad del gobierno en turno y pasen a ser políticas de Estado.
Es decir, consensadas, y eso significa no descalificar a la oposición, ni al periodismo crítico, reconocer errores, y algo aún de mayor importancia: con nuevos protagonistas en la conducción del país.
El panorama actual deja ver que prácticamente volvemos al partido hegemónico, hecho a imagen y semejanza de un caudillo que, curiosamente, la insensibilidad social de la oposición lo ha elevado.
Hay necesidad de una mayor sociedad política que induzca la calidad del debate, que actúe sin tabúes, con valor civil. Una sociedad organizada que dé lugar a nuevos y diferentes actores sociales, que no sean descendientes directos ni del nuevo ni del viejo PRI.
Que encuentre propuestas viables a mediano plazo, consciente de que en un Estado democrático la sociedad que se ubica en cierto territorio hace gobierno.