El domingo 2 de noviembre, el Dandy de la Seguridad, Omar García Harfuch, apareció ante la prensa con su habitual tono de solemnidad ensayada. Lamentó la muerte de Carlos Manzo y repitió —como si fuera novedad— los hechos que todo México ya conocía. Prometió apoyo total del gabinete de seguridad, habló de “investigaciones exhaustivas”, “últimos indicios” y “carpetas integradas hasta el fondo”. En resumen, el repertorio clásico de la tragedia institucional mexicana: condolencias leídas, protocolos de siempre y cero autocrítica.
El problema no es que Harfuch lea un comunicado, sino que parezca incapaz de improvisar una sola línea humana. No hay temblor en la voz ni indignación en el gesto; sólo burocracia con peinado perfecto. En cada frase suena más a portavoz de un seguro de vida que a secretario de seguridad. Y mientras él repite que “no habrá impunidad”, el país sigue acumulando carpetas de investigación que sólo sirven para archivar la impotencia.
Un día después, en la mañanera del 3 de noviembre, Claudia Sheinbaum tomó el relevo del guion. Con ese ritmo cansino que ya es marca registrada —mitad serenidad, mitad desgano—, condenó el asesinato de Carlos Manzo y de inmediato hizo lo que mejor sabe hacer el poder: trasladar la culpa al pasado.
Nombró a Felipe Calderón, invocó a los “comentócratas” y señaló a los medios que, según ella, usan la tragedia “para golpear políticamente”. La vieja receta del manual de la 4T: ante una crisis, el enemigo siempre está afuera.
Mientras tanto, la foto de Manzo cargando a su hijo, tomada minutos antes de ser asesinado, se volvía símbolo nacional. Pero el discurso oficial no hablaba del hombre ni de la familia que quedó rota, sino del acoso que —aseguran— sufre la presidenta. La víctima dejó de ser el alcalde ejecutado para convertirse en la mandataria ofendida.
Así funciona la narrativa del poder: la tragedia no se enfrenta, se administra. El dolor ajeno se usa como cortina de humo, y la empatía se reserva para quien ocupa el estrado. En este país, el Estado no consuela a las víctimas; las compite.
Y mientras el país seguía asimilando la noticia, la maquinaria digital del poder se echó a andar con la puntualidad de un reloj suizo. En cuestión de horas, las redes sociales se llenaron de mensajes idénticos, replicando la misma estructura, el mismo tono y, por supuesto, la misma línea de defensa: “La presidenta no tiene la culpa”, “los medios exageran”, “los conservadores lucran con la tragedia”.
La narrativa fue tan coordinada que resultaba imposible distinguir entre un ciudadano convencido y un bot con nómina. En ese coro automatizado, Sheinbaum aparecía como la víctima principal, no el alcalde asesinado. Ella, la dirigente “valiente” que enfrenta la herencia maldita de Calderón; ella, la que sufre la incomprensión de los medios; ella, la que gobierna entre enemigos invisibles y aliados intocables.
En esa versión de los hechos, el crimen organizado no tiene nombres ni rostros, pero la oposición sí. La violencia se convierte en un arma retórica, no en un problema que resolver. Porque admitir la existencia del crimen sería reconocer que el Estado ha perdido el control, y reconocerlo implicaría actuar, seleccionar, incomodar… y eso es terreno prohibido cuando los delincuentes también pagan campañas o presiden comités.
Por eso, el discurso oficial prefiere el confort de la victimización: más seguro llorar por lo que se hereda que responder por lo que se permite. En esta tragedia, el poder no llora con el pueblo; compite con él por el papel de víctima.
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En su orfandad de liderazgo y su enanismo político, el gobierno federal se aferra a negar lo que es evidente hasta para el más ingenuo: que el crimen organizado no solo existe, sino que gobierna regiones enteras del país con la venia —o la complicidad— del poder. Admitirlo sería reconocerse rebasado, y peor aún, asumir la obligación de enfrentarlo. Pero eso implicaría distinguir entre los cárteles que amenazan al Estado y los que lo financian; entre los delincuentes a perseguir y los “empresarios” con los que se cena. Porque, a fin de cuentas, en este México invertido, los bandidos son socios, los socios son aliados, y los aliados… son los verdaderos dueños del poder.
